que aparece en el Génesis, el primer libro de la Biblia, mostrando a un Caín molesto por la cercanía de Dios con su hermano Abel, al grado de atentar contra su vida.
¿Qué ocurre en el alma? ¿Qué pasa por la mente del ser humano? ¿Por qué ese dolor por el bien o el mal del otro?, le pregunté. Los hombres —me dijo— compiten con quienes poseen los mismos objetivos y hacen lo posible por obtener, pero sólo uno lo obtiene; quien ha fallado siente envidia. La buena fortuna convierte en envidioso al otro. Aparece aquí el “sentimiento” o “complejo de inferioridad”, que es rechazado mediante argumentos falaces o racionalizaciones. Por ejemplo, el triunfo se atribuye a la suerte y no al mérito del envidiado.
Ese día, ya lejano, pero presente en la memoria, me recordó a dos autores antiguos: Cipriano, del siglo III, quien, en su libro De los celos y la envidia, llama a este fenómeno humano “un gran mal”, “una plaga contagiosa”, “un veneno infeccioso de serpiente”, “polilla del alma”, “podredumbre del pensamiento” y acusa a Lucifer, al diablo, de ser “culpable de envidia en contra de Dios”. Un siglo más tarde, indicó Márquez, San Basilio de Cesarea, en la homilía De la envidia, dice que es “el más fatal de los vicios”, “la corrupción de la vida”, la “impureza de la naturaleza”, “lo contrario a Dios”.
El que envidia —como el que odia— sufre, le dije, recordando una clase del padre Ignacio Larrañaga. El envidiado anda como si nada por el mundo. Va aquí y allá, hace su vida; se levanta, camina, come y duerme con toda tranquilidad y el envidioso se la pasa pensando, doliéndose por el bien de quien es su objeto de envidia y odio. “Es una pasión inútil”, le dije, mientras pedía otra taza de café. Ambos sonreímos porque recordamos la frase de Jean Paul Sartre, “la vida es una pasión inútil”.
La obra de Jorge Márquez Muñoz, editada por Lamoyi Editor, en 2008, es un elogio a la erudición. El repaso histórico por este fenómeno humano es único y tiene tanta actualidad como el ser humano sobre la faz de la tierra, pleno de emociones, de pasiones, de vicios y virtudes que nos muestran tal como somos.
Ese día, luego de esa plática sabrosa, caminé por la calle de Juárez y me quedé en el parquecito de la esquina con Clavijero, para admirar el atardecer, recordando al padre Alberto Rosas Palomo, el sacerdote católico que más me insistió en la importancia de luchar en la vida contra ELGASPI (Envidia, Lujuria, Gula, Soberbia, Pereza e Ira). Así les llamaba a los siete pecados capitales. Sí, para alcanzar sus contrarios, las virtudes, pero, sobre todo, pensé en ese momento, para vivir feliz y nunca triste por el bien de los otros, los compañeros de historia.
Fuente: Índice Político.
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