Mussolini ve en la revolución un fracaso económico; Gramsci, un error histórico. Mussolini observa que Lenin, al destruir el capitalismo ruso, tiene que ponerse en manos del capitalismo cosmopolita. Gramsci observa que la hegemonía, presunto concepto leninista, degenera en dictadura por haberse puesto lo económico por delante de lo espiritual.
Nadie es profeta en su tiempo y Gramsci, mientras triunfaba la versión mussoliniana de la revolución, iba a parar a la cárcel, donde tampoco sus ideas eran compartidas por los demás comunistas encarcelados. No deja de ser admirable que un hombre, derrotado en la política y rehuido por sus camaradas de cautiverio, encontrara la fuerza interior de desarrollar un pensamiento que, con el tiempo, muerto él ya, había de tener una insólita fortuna. Si la ortodoxia es la corriente que triunfa y hace suya el aparato dominante, no cabe duda de que Gramsci fue un hereje desde el punto de vista de la escolástica marxista. La historia de las religiones nos enseña, sin embargo, que el concepto de ortodoxia cambia con los tiempos y, si la Iglesia Católica apoyó en su día las tesis de San Agustín frente al británico Pelagio, más tarde combatiría a la Reforma apoyándose en tesis más próximas a las de Pelagio que a las de San Agustín. Algo de esto cabría decir del uso que hoy se haga de las ideas de Gramsci, lo cual no quiere decir que si Gramsci levantara la cabeza, quedara más satisfecho del uso que hoy se hace en Europa de sus ideas de lo que hubiera quedado Pelagio si levanta la suya en tiempos del Concilio de Trento.
Yo pienso que el punto de partida de la herejía gramsciana es, como se ha apuntado al principio, el mismo punto de partida de la síntesis de Mussolini, de quien no hay que olvidar que Lenin decía que era el único revolucionario de Europa que sabía lo que era la revolución. Ese punto de partida fue la observación de que, en el terreno de la economía, el marxismo no era viable, es decir, que era incapaz de pasar del estado de la necesidad al estado de la libertad y que a lo más que podía aspirar era a mantenerse precariamente en el primero siempre que contara con un socio capitalista, que no podía ser otro que el capitalismo. En el terreno de la praxis, la respuesta italiana la dio Mussolini; en el de la especulación, la respuesta fue de Gramsci. La respuesta práctica, como es sabido, sucumbió ante los intereses coaligados del socio “capitalista” y del socio “industrial”. La respuesta teórica conocería en cambio una resurrección espectacular, bien que manipulada por ambos socios hasta el punto de desembocar en lo que Augusto Del Noce llama “el suicidio de la revolución”.
Uno de los que mejor entendieron ese suicidio fue Pasolini, arquetipo de lo que Gramsci llamaba “intelectual orgánico”, cuando dijo que la revuelta del 68 no había sido a la larga más que un medio de la burguesía para liberarse de unos valores que le habían dejado de interesar. Cómo es que, siendo Gramsci el filósofo marxista más respetado y citado, no sólo por la juventud respondona sino por los teóricos del eurocomunismo, ha alcanzado la equívoca fortuna de ser el filósofo por excelencia de la burguesía neocapitalista, es un misterio que Del Noce nos aclara en la obra que precisamente titula Il suicidio della rivoluzione (Rusconi, Milán, 1978).
No es Gramsci quien introduce en Italia el pensamiento de Marx, sino tres pensadores mayores que él que son Croce, Gentile y Labriola. A dos de ellos —a Croce y a Labriola— Gramsci se opone en el terreno de la especulación filosófica; al tercero —Gentile— en el de la praxis política, cosa que tiene más importancia de lo que parece. […]
Croce había querido sustituir el cristianismo por el liberalismo; Gramsci pretende sustituirlo por el socialismo. Croce piensa con Gentile, siguiendo a Schopenhauer, que la religión es la filosofía de la muchedumbre y la filosofía la religión de las minorías selectas. Gramsci quiere que minorías y muchedumbre profesen la misma religión. Para ello Gramsci da un nuevo enunciado al concepto marxista de sociedad civil, que implica el abandono del economicismo y el materialismo. Esa sociedad civil ha de ser, por supuesto, una sociedad totalitaria —palabra que en Gramsci tiene siempre connotaciones positivas— y se ha de llegar a ella por la vía de la revolución, pero de una revolución entendida como una “reforma intelectual y moral”. Los agentes de esa revolución, la vanguardia de esa revolución habrán de ser los que él llama “intelectuales orgánicos”, los cuales no harán como los rusos una guerra de maniobras, propia para la conquista del poder en una sociedad primitiva, sino que, al hacer frente a una sociedad adelantada como es la de Occidente, harán una guerra de posiciones, asaltando uno a uno los núcleos de influencia ideológica y cultural, de manera que el poder político caiga luego en las manos del “moderno Príncipe” (el Partido) como una fruta madura. Ahora bien, una vez el Partido-Príncipe en el poder, no se mantendrá en él por la fuerza, sino por el consenso, ya que existirá una identidad cultural y moral, una unidad ideológica entre gobernantes y gobernados, que formarán una totalidad espiritual, una comunión de los justos o lo que él llama “un bloque histórico”. La participación en la misma fe y los mismos valores garantizará el consenso e impedirá que la hegemonía natural de la vanguardia intelectual y moral degenere en dictadura. El consenso totalitario, pues, da vida al “bloque histórico”, atando al pueblo y al Príncipe, al mundo del trabajo y al mundo de la cultura, a la naturaleza y al espíritu, en un haz, en un fascio. Y es que el programa revolucionario de Gramsci no es más que la descripción de lo que pasa en Italia en 1922. Gramsci cree estar pronosticando el comunismo y en realidad está diagnosticando el fascismo. Esto explica la paradoja de que, encarcelado por los fascistas, sus correligionarios lo rehúyan como un apestado, o lo refuten, como es el caso de Bordiga, que califica de “monstruo venenoso” al “bloque histórico” porque comprende “todas las gradaciones de la explotación capitalista y de sus beneficiarios, desde los grandes plutócratas hasta las filas ridículas de los medioburgueses, intelectuales y laicos”.
Naturalmente, el “bloque histórico” que se forma en Italia religado por el consenso del “fascio” y su “moderno Príncipe” es el PNF, el Partito Nazionale Fascista. La facilidad con que el fascismo se instala en el poder no se explica si no se tiene en cuenta su carácter de fenómeno cultural. Cuando hoy se habla de si el fascismo fue un error contra la cultura o un error de la cultura, la conclusión a la que se llega es la de que, si Mussolini cometió un error, la cultura italiana lo cometió con él. El fascismo contó desde el primer momento con un plantel de “intelectuales orgánicos” realmente envidiable, pero además obtuvo la adhesión de la mayoría de los grandes nombres de la cultura. El mismo Croce vio al principio con simpatía al fascismo, simpatía que le duró lo que la ilusión de que el fascismo fuera una dictadura pasajera que restaurara en Italia el sistema liberal de la época de Giolitti. Cuando comprendió que el fascismo no llevaba la menor intención de hacer tal cosa, hizo con él lo mismo que había hecho con el comunismo: considerarlo como una enfermedad moral. […]
Podría decirse que el destino de Gramsci es que sus ideas las realicen sus enemigos políticos; lo que pasa es que, al menos en la época en que él las formulaba, esas ideas no eran en realidad ni de él ni de Mussolini; eran ideas comunes que estaban en el aire de la realidad italiana para que se apoderase de ellas cualquiera que, procedente del socialismo, aspirase a una renovación intelectual y moral de la nación. Gramsci y Mussolini se parecían demasiado como para no odiarse a muerte; se odiaban, es más, como dos rivales que lucharan a navajazos por la misma dama, y lo que el sardo menos podía perdonar al romañolo era que, en sus manos, el “bloque histórico” se consolidara en “bloque granítico”.
Sin embargo, el fascismo, que tiene en su vértice a los “intelectuales orgánicos”, no llega hasta el fin de la unidad ideológica de la implantación del totalitarismo ideológico, porque tropieza con el Pontificado de la Iglesia, con el que a la larga ha de pactar. Esa predisposición al pacto con fuerzas tradicionales estaba ya en la versión “romántica” del actualismo. Otro pontificado se le enfrenta, que es el de la cultura, ejercido por Croce, pero este pontificado es equívoco, ya que está, más que el otro, vuelto al pasado, a la restauración del liberalismo giolittiano, y si hay algo que explica la adhesión de la juventud culta italiana al fascismo es la convicción de que el fascismo es lo joven frente a lo caduco, que es el giolittismo. El fascismo cuenta con sus minorías cultas dirigentes mientras es un movimiento e incluso cuando este movimiento se convierte en partido; cuando se transforma en régimen, el “bloque histórico” o “bloque granítico” se empieza a agrietar, el “fascio” a desligarse, y con los Pactos de Letrán con la Santa Sede empieza el desenganche de los intelectuales que, tras la derrota militar, se convierte en franca desbandada.
Antifascismo y fascismo son dos caras de la misma moneda; entre Primato, la revista de Bottai, yPolitecnico, la revista de la flamante cultura de la “Resistenza”, apenas existe solución de continuidad. Los nombres son los mismos: Vittorini, Pavese, Piovene, Lajolo, Malaparte, Bo…, el antifascismo obsesivo de todos los cuales no es más que la polémica con el propio pasado reciente, con la propia juventud presuntamente engañada. Cuando Bordiga reprochaba a Gramsci que pusiera la polémica fascismo-antifascismo por delante de la polémica capitalismo-socialismo, acusándolo de haberse dejado desviar por el “absurdo liberalismo revolucionario” de Gobetti no pensó, o no se atrevió a pensar, que Gramsci estaba polemizando consigo mismo, que estaba viviendo en el plano de las ideas inmanentes, el mismo drama interior que en el plano de lo trascendente había vivido Lutero. Gramsci polemizó contra el fascismo como Lutero había polemizado contra el catolicismo, y esa polémica suya fue, lo da a entender Del Noce, la de un fascismo radical contra un fascismo nacional, la de la revolución total contra la revolución-restauración. El comunismo de Gramsci era incomprensible para sus camaradas contemporáneos por la sencilla razón de que antes que comunismo, era un fascismo que no se atrevía a decir su nombre. […]
Según Gramsci, el comunismo había de ser la religión de la nueva sociedad civil, del mundo secularizado. Parodiando la célebre frase de Marx, cabría decir que el comunismo es la religión de un mundo sin religión. Los sacerdotes de esa nueva religión —los fabricantes de la opinión pública— serían los intelectuales orgánicos, cabeza del bloque histórico. Ahora bien, la burguesía neocapitalista, que lo corrompe todo, ha corrompido al bloque histórico, cuya descomposición ha empezado por la cabeza. De este modo, los intelectuales orgánicos, en lugar de predicar la fe en el comunismo, han pasado a ser los intelectuales orgánicos de la llamada industria cultural, agentes del nuevo conformismo de la negación de valores sobre un vago fondo de utopías rojas. El caso de Pasolini es ejemplar por los cuatro costados. Militante del vicio nefando, murió por así decir en acto de servicio, y la sociedad permisiva le rindió honores fúnebres de héroe y de mártir. Las honras fúnebres de Pasolini fueron, si mal no recuerdo, una de las últimas actuaciones oficiales del presidente Leone antes de verse obligado a dimitir por vehementes sospechas de corrupción en el asunto Lokheed.
Esta absorción del intelectual orgánico por la nueva burguesía, en virtud de la cual, no contento con negar los valores de la burguesía antigua, niega los de la burguesía futura, que es la de la dictadura del proletariado; esta instalación cómoda del intelectual orgánico en un nihilismo metahistórico ha obligado a los partidos comunistas a replantear su estrategia. La corrupción del intelectual orgánico ha hecho que a los comunistas —y a los socialistas también— se les resquebrajen las máscaras proletarias y descubran que, por más que silenciaran y tergiversaran a Gramsci y negaran y atacaran a Mussolini, Gramsci y Mussolini seguían teniendo razón: nunca hubo tal cosa como un partido de clase; los llamados partidos de la clase obrera han sido siempre partidos interclasistas con fuerte predominio burgués. Al caer esas máscaras, los que las llevaban se han lanzado sin el menor rubor a pactar y comprometerse, por la vía criptosocialdemócrata, con todas las corrientes democráticas de la sociedad permisiva, pues la misión del Partido Príncipe no es ya la de hacer una revolución en la que nadie cree, sino la de garantizar la estabilidad de la sociedad permisiva, el orden democrático del neocapitalismo amoral, la barbarie anunciada por Croce. Esta función “progresista”, asumida resignadamente al desistir de la función revolucionaria, ha sido coronada por el éxito. Toda la vida intelectual y moral, todas las actividades culturales han de estar orientadas hacia la izquierda en mayor o menor medida o estar dentro de un “arco constitucional” cuya única apertura, como es sabido, está a la izquierda. El Partido, “moderno Príncipe”, se conforma con la dirección espiritual de la sociedad totalitaria, y, aunque diga hacerlo en nombre de la revolución, lo hace por cuenta del progresismo. No creo que el nuevo Príncipe esté del todo contento con esta situación y, desde luego, los que en el fondo tampoco lo están son esos eternos descontentos que son los intelectuales orgánicos. Y no lo están porque se saben cómplices de un conformismo totalitario, rehenes de una sociedad que, al permitirlo todo a su izquierda, ha hecho incompatibles izquierdismo y anticonformismo. De ahí la boga de la droga, del sadismo, de la vivisección del lenguaje, del retorno a la tribu, del suicidio, del terrorismo.
Octavio Paz, que en estas cuestiones hila muy delgado, ha visto que la consecuencia de esta inversión del radicalfascismo es la inversión del bolchevismo. Esa inversión del bolchevismo consiste en que “los herederos de los rebeldes juveniles de los años sesenta son las bandas terroristas de los setenta”. “Occidente —sigue diciendo Paz— dejó de tener disidentes y las minorías opositoras pasaron a la acción clandestina. Inversión del bolchevismo; incapaces de apoderarse del Estado y establecer el terror ideológico, los activistas se han instalado en la ideología del terror.” ¿Qué hay detrás de este aparente juego de palabras? El bloque histórico ha hecho realidad lo que Tocqueville llamó “despotismo democrático” y Marcuse “sociedad unidimensional” y ese bloque se ha fraguado sin que los bolcheviques tomen palacios de invierno, entre otras cosas porque ya tienen los palacios de verano. No ha sido preciso llegar a la democracia real para que se implante el terror ideológico; éste existe ya en la democracia formal. Para los que aún creen en la revolución, la democracia formal es la antesala de la democracia real, pero al haber la democracia formal hecho suya la ideología de la democracia real, ésta queda aplazada indefinidamente, y el Partido encargado de hacerla se limita a administrar el caos de contravalores de la sociedad permisiva.
La revolución moral, consecuencia de la revolución tecnológica, ha impuesto una sustitución de los valores judeo-cristianos por una especie de hedonismo que es —oigamos de nuevo a Paz— “un nihilismo de signo opuesto al de Nietzsche: no estamos ante una negación crítica de los valores establecidos, sino ante su disolución en una indiferencia pasiva”. Éste es el resultado de un proceso revolucionario disolvente en el que, según Del Noce, confluyen nacionalfascismo y radicalfascismo, o sea, la filosofía de lapraxis de Gentile y la filosofía de la praxis de Gramsci. Ahora bien, lo único que el nacionalfascismo llegó a disolver, y eso el mismo Del Noce lo señala, fue el reino de Italia, es decir, el sistema monárquico de la dinastía de Saboya. No podía ser otra cosa, ya que el fascismo, siendo revolución-restauración, respetó, toleró o incluso protegió, en nombre del “sentido común” invocado por Gentile, esos valores judeo-cristianos que el radicalfascismo de la revolución total ha contribuido a destruir en beneficio exclusivo de la sociedad de consumo. Lo que hoy en esta sociedad se demoniza como “fascismo” es la fuerza reactiva que pueda restaurar los valores judeo-cristianos.
Ginebra, septiembre 1981
Fuente: E-consulta.
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