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¿Fuera Peña?
Noticia publicada a
las 02:34 am 27/11/14
Por: José Antonio Crespo.
La democracia es un régimen político difícil de construir y más de consolidar en buena parte porque busca lograr múltiples equilibrios entre principios contrarios o difíciles de conciliar. Y los equilibrios, ya se sabe, son frágiles. Por ejemplo, algo que no hemos logrado ni de lejos es equilibrar el uso de la fuerza pública con el respeto a las garantías individuales y derechos humanos.
Por eso nos vamos de un extremo al otro, reprimiendo innecesariamente a manifestantes y disidentes, o permitiendo que vándalos hagan y deshagan a voluntad sin mayor consecuencia para ellos. En ambos casos es la ciudadanía la que sale perdiendo. Pero otro equilibrio difícil de la gobernabilidad democrática es el que existe entre la estabilidad política y la rendición de cuentas. Desde luego, que prevalezca la total impunidad no sólo elimina la esencia del arreglo democrático, pues el abuso de poder se practica de manera rampante sin que haya consecuencias para nadie, y eso puede atentar contra la estabilidad y continuidad del régimen. Pero por otro lado, llamar a cuentas a los gobernantes no puede hacerse a la primera de cambios y por cualquier cosa; eso generaría una gran inestabilidad.
Los gobernantes incurren constantemente en abusos y privilegios, además de cometer errores y negligencias en su desempeño. La pregunta que toda democracia se hace es qué tanto abuso o ineficacia puede aceptarse antes de proceder a una remoción del gobernante en cuestión (suponiendo que se contaran con las instituciones eficaces para ello, lo que no es aún el caso de México). No conviene remover a un jefe de gobierno por cualquier tropiezo, declaración desafortunada o incluso algún privilegio o abuso, si este no es significativo. El cometido por Richard Nixon que ameritó su renuncia no era algo menor en las condiciones americanas; desviar fondos públicos para su campaña de reelección haciéndolos aparecer como si fueran de simpatizantes privados. Pero después quiso removerse a Bill Clinton por su aventura sexual, y no procedió en parte porque más allá de la falta moral, no generó un daño realmente grave ni a la sociedad ni al Estado.
Cuando se remueve a un jefe de gobierno, así sea sustituido por un vicepresidente o un interino, se pone en riesgo la estabilidad política, y es por ello que sin renunciar a esa posibilidad (parte esencial de la rendición de cuentas) una democracia limita las circunstancias en que deba o pueda ocurrir. Incluso en un sistema parlamentario, donde la remoción del primer ministro por razones políticas está contemplada, no ocurre fácilmente. Es necesaria una mayoría de la Cámara Baja que incluiría a miembros del partido gobernante, que sólo respaldarían una moción de censura o remoción cuando algo grave está de fondo, pues además quienes así votan arriesgan su propia curul si es que el jefe de gobierno convoca a elecciones extraordinarias donde será el electorado el que decida a quién darle la razón; una moción de remoción por algo que no lo amerite pone en riesgo la curul y carrera parlamentaria de quienes voten por ello.
No me parece que lo ocurrido en Iguala amerite la renuncia de Peña Nieto, como muchos claman, por más que haya cierta responsabilidad política del gobierno nacional. Pero no fue una orden directa del Presidente la detención ni menos la desaparición y ejecución de los normalistas. Y para proteger la estabilidad política, los miembros del gabinete fungen también como fusibles antes de que llegue el corto circuito a la presidencia misma. Las negligencias que se reclaman pasarían primero por el gabinete. Quienes insisten en la renuncia de Peña Nieto, por tanto, parecen ser los grupos e individuos que buscan desestabilizar al régimen no sé exactamente con qué propósito; no surgiría como consecuencia un régimen ideal, sino que se agravaría la actual inestabilidad social, que es campo de cultivo para el crimen organizado.
¿Fuera Peña? A quién le conviene.