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DISPAROS DE SILENCIO
Noticia publicada a
las 02:43 am 12/11/25
Por: Cristian Palma Sifuentes.
Hay un silencio que no es paz. Un silencio que se impone, que se instala en los pueblos y en las colonias con el sonido seco de un disparo. Es el silencio que se le impone a aquel que quería agitar las conciencias, esos “disparos de silencio” que no resonaban en sus oídos, pero sí en el alma de un país. Porque un disparo, cuando calla una voz, no es solo un estallido efímero;
es la construcción activa de un mutismo perpetuo. Es el mensaje claro para quien mira de frente a la injusticia y osa nombrarla: tu palabra vale menos que tu vida.
En México, esa balada de silencio se escribe todos los días con sangre y nombres propios. No son cifras, son historias truncadas. Son los periodistas en Veracruz o Tamaulipas que, con un micrófono o una cámara como única arma, buscaban romper el cerco de la mentira. Su crimen fue creer que la información era un derecho y no un delito. Su castigo fue que su boletín final fuera su propia muerte, un titular mudo en la portada de la impunidad. Son los defensores de la tierra en Guerrero o Chiapas, que se pararon frente a las máquinas que devoran los ríos y los bosques. Su pecado fue defender el territorio para sus hijos y los hijos de sus hijos. Su sentencia fue desaparecer entre el barro, convertidos en una leyenda de lucha y en una advertencia siniestra para su comunidad. Son las mujeres buscadoras, esos faros de amor en la oscuridad, que con una pala y una fe inquebrantable desafían al olvido. Su osadía fue demostrar que el amor es más fuerte que el miedo. Su recompensa, la persecución y la sombra constante de la misma violencia que denuncian.
Estos no son daños colaterales. Son silencios estratégicos. Cada activista, cada reportero, cada joven estudiante con ideales que cae, es un verso arrancado a la fuerza del poema colectivo que aspiraba a un país mejor. Son “disparos de silencio” que buscan vaciar las plazas, apagar las miradas críticas y enseñar que la esperanza es un lujo peligroso. Quieren convencernos de que la conformidad es sinónimo de inteligencia y que la indignación es un camino sin retorno. Matan al mensajero para que el mensaje no llegue nunca, para que el resto, nosotros, aprendamos a bajar la mirada, a mordernos la lengua, a vivir en una paz ficticia construida sobre fosas clandestinas.
Pero hay algo que no calculan quienes ejecutan estos disparos. El silencio que dejan no es hueco; está cargado de un eco. El eco de la última palabra que pronunció esa persona, que ahora se multiplica en las voces de quienes la recuerdan. La conciencia que querían acallar germina bajo la tierra, como una semilla rebelde, y brota en las manos de otros que toman la bandera, en los labios de quienes ahora cantan más fuerte las consignas, en el corazón de quienes deciden que el miedo no será el heredero de esta tierra. La muerte intenta imponer su último verbo, pero la memoria se convierte en un acto de resistencia. Tal vez la verdadera batalla no sea solo evitar ser silenciados, sino aprender a escuchar el grito que permanece latente en el vacío que dejaron los que se fueron, y tener el valor de responder con nuestra propia voz, sabiendo que en un país donde el silencio es un arma, hablar, recordar y exigir se convierte en el acto más revolucionario de todos.