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La muerte
Noticia publicada a
las 03:28 am 05/11/25
Por: Alejandro Almazán.
El tema derivó en otro asunto: la eutanasia. Una minoría estuvo en contra, basada en “el no matarás” y en la idea de que la vida humana debe protegerse.
Durante una tertulia surgió el tema de la muerte, esa que, decía Octavio Paz, el mexicano “frecuenta, burla, acaricia, duerme con ella y la festeja”.
Casi nadie en la reunión, sin embargo, había prevenido su muerte y estaban más cercanos a las letras de Rosario Castellanos preguntándose: “¿qué se hace a la hora de morir?”.
La mayoría confesó el miedo de que murieran sus padres, sus hijos, sus mascotas y hasta uno mismo. Sólo unas cuantas personas platicamos las veces en que nos hemos atravesado con ella. En mi caso, conté que mi madre murió por coma diabético y yo conocí ese vasto dolor que suscita la muerte. Luego platiqué que, en 2021, mi padre había muerto a causa del cruel síndrome de Stevens-Johnson, que provoca descamación de la piel y de membranas mucosas.
El tema de la muerte derivó en otro asunto: la eutanasia. Una minoría estuvo en contra. Se basó en “el no matarás” y en la idea de que la vida humana posee un valor intrínseco y debe protegerse. También hubo quien dijo que legalizar la eutanasia abriría paso a la “eliminación involuntaria” de las personas enfermas, mayores, con discapacidad o en situación de dependencia.
En la práctica, dedujo, no siempre sería posible garantizar que la decisión fuera plenamente libre, informada, sin coerción, sin errores de diagnóstico. Alguien contó que su tío era endocrinólogo y que no compartía que la ética médica tradicional (“primun non nocere”, primero no hacer daño) y el juramento hipocrático fueran incompatibles con la eutanasia. Es más: creía que la eutanasia era “un acto de compasión médica”, siempre y cuando respetara la voluntad informada del paciente.
Quienes estuvimos a favor argumentamos desde los derechos a la autonomía, la dignidad humana y el control sobre la propia vida. Refutamos desde la idea de que el Estado, las instituciones o la familia no deberían prolongar el sufrimiento de la persona.
Hablamos desde la idea de que una política de bienestar social debería incluir el final de la vida. En mi caso, hablé de las veces en que mi padre, anestesiado con fentanilo, me confundía con el médico y me pedía que lo matara porque ya no aguantaba tanto daño en su maltrecho cuerpo de 80 años: metástasis en huesos, cadera rota y descamación de la piel. Un infarto lo fulminó. Llevaba casi 20 días de tormento.
Alguien mencionó el caso de la activista Samara Martínez, quien vive conectada a una máquina de diálisis más de 10 horas al día, tras dos trasplantes fallidos y una enfermedad renal terminal. Tiene 30 años y ha aprendido “que no se trata de querer morir, sino de poder hacerlo con dignidad”. Samara llevó al Senado la propuesta de la Ley Trasciende, para legalizar la eutanasia. Los legisladores mexicanos tendrían que discutirla y votarla por unanimidad, como en Uruguay. Los argumentos de moral religiosa no caben en un Estado laico.
Mis muertos entrañables, los numerosos muertos que me ha tocado ver durante el reporteo, las veces que casi he muerto por pendejo, las veces que me han amenazado e incluso las malas pasadas me han enseñado que, como dice el budismo, si hay algo cierto es que moriremos. No sabemos cuándo ni cómo. Pero ojalá sea una muerte digna y bajo nuestros términos.
POR ALEJANDRO ALMAZÁN
COLABORADOR
@ELALEXALMAZAN