El personaje en cuestión era un señor que respondía por Adolphe Theodore, que venía de triunfar en otros lares, y que ofrecía a los habitantes de la muy ilustrada capital una ascensión aerostática como nunca antes se había visto. Y como se suponía que era una presentación única, antes de que el señor Theodore siguiera su viaje triunfal por el continente, no había perro ni gato, dama o caballero, joven o viejo, marqués o lépero, que estuviera dispuesto a perderse el asunto.
Circularon hojas volantes con el gracioso grabado de un globo, explicando que el señor Theodore volaría a bordo de un espléndido globo bautizado, para la ocasión, como El Mexicano. Entonces, el audaz caballero agitaría una bandera nacional, para demostrar que “los crecidos gastos” hechos para montar el espectáculo eran nada, con tal de proporcionar a los mexicanos una alegría de ese calibre.
Desde luego, la plaza estaba llena: no cabía un alfiler. Toda la concurrencia había caído en el embrujo de los globos, que tan de moda estaban en Europa, y estaban dispuestos a soportar los empujones, el sol inclemente, la imposibilidad de salir -así de atiborrada estaba la plaza- por más urgente que fuera su necesidad. Y es que, a fin de cuentas, el anhelo de volar o ver volar era uno de los sueños más grandes de la humanidad, y, a pesar de los riesgos, a esas alturas ya bien conocidos, nadie se lo hubiera perdido por nada del mundo.
SUEÑOS DE AIRE
Por lo menos desde mayo de 1784, un año después del experimento primigenio de los hermanos Montgolfier, en la Nueva España ya se tenía noticia de la desmesurada ambición que había llevado a un puñado de locos a intentar despegar los pies del suelo, y peor aún, moverse por los aires. De mediados de ese 1784 es un reporte de un intento de construir un globo, en Jalapa, conforme a las descripciones de algunas publicaciones españolas. La famosa Gaceta de México dio cuenta de un par de proyectos en 1784 y 1785, de producción de otro par de globos.
El dato más sólido acerca de una ascensión en globo en los días novohispanos ocurrió en Puebla, en julio de 1785, cuando un globo logró sostener por los aires una barca “de cuatro varas y media de largo por una de alto”, aunque no hubo ser humano que se animara a treparse al artefacto, de modo que el personal de abordo era un conjunto de figuras antropomorfas hechas con armazones. Del mismo modo que habían llegado las noticias, según las cuales, los hombres sí podían volar en globos, unos con aire caliente, otros con hidrógeno, también se conocían las desdichadas experiencias de aquellos que, inflamados por el sueño de volar, habían experimentado una ruda contrastación con la realidad, unas decenas de metros abajo, en tierra firme. A nadie le daba gana seguir el mismo destino de Pilatre de Rozier, caballero que pasó a la historia como la primera víctima de un accidente aéreo, cuando, en 1785, su globo, lleno de una combinación de aire caliente e hidrógeno, se incendió cuando el desgraciado caballero intentaba cruzar el Canal de la Mancha.
En Europa, las ascensiones causaban furor, y se convirtieron en espectáculos redituables y fascinantes. No faltaron los desastres, pero a medida que se ganaba seguridad, la creatividad empezó a aflorar. Los novohispanos, y después los mexicanos, no daban crédito a lo que leían en publicaciones llegadas del otro lado del mar: globos enormes, con remos y timones, como si fueran barcos. Claro que también había extravagancias. Hasta acá llegó la ocurrencia de alguna encumbrada dama francesa, que proponía, para dar ruta y control a los globos de aire caliente, adiestrar águilas y sujetarlas a los artilugios.
Poco a poco, se empezó a construir el “ritual” de una ascensión: en presencia de públicos inteligentes y conocedores, se inflaba el globo, y mientras esto ocurría, se amenizaba el asunto con música y algún otro entretenimiento. Puesto que una vez inflado el globo poco quedaba de sorprendente, a los aeronautas les dio por inventar asuntos curiosos o estirar la liga un poco más: con globos muy grandes, se levantaba el vuelo llevando a bordo caballos, animales varios, cantantes, acróbatas y mil curiosidades más. En los últimos años del siglo XVIII se puso de moda en Francia hacer vuelos nocturnos, con los globos iluminados. Claro que el asunto tenía sus bemoles: se contaba que el rey de Francia había sido testigo de cómo una audaz dama había muerto en una de esas ascensiones nocturnas, porque tuvo la ocurrencia de llenar el globo de velas encendidas que hicieron mala combinación con el hidrógeno del globo.
Todo eso se conocía ya en tierras mexicanas, y, según Carlos María de Bustamante, hacia 1832, un caballero llamado Francisco Ibar logró elevar un globo muy hermoso en la Alameda, que, lamentablemente, “subió poco” porque don Francisco llenó el artefacto de faroles -precavido el hombre- y el asunto quedó en una experiencia no muy emocionante.
Un año después, al anunciarse la llegada del señor Theodore, toda la ciudad se alborotó. ¿Verían, esta vez a un aeronauta elevarse por los aires?
EL FIASCO DE ADOLPHE THEODORE
El papel con que Theodore se anunció hablaba de su experiencia, y anunciaba el inminente espectáculo como “la sexta ascensión” del caballero, para acreditar su experiencia. Pero nadie sabía en dónde había cosechado sus triunfos anteriores. No importó, a nadie se le ocurrió preguntar los detalles: lo que quería la gente ¡era ver volar! La publicidad del astuto Theodore echó a andar a la multitud: El Mexicano, se anunció, era un globo enorme, de 32 mil pies cúbicos de capacidad, que requería 160 arrobas de fierro de hojas para, al mezclarlas con ácido, se produjera el gas hidrógeno necesario para inflar el globo. Se calculaba que el inflado tomaría menos de dos horas y luego la concurrencia podría ver al Mexicano cruzando los aires de la capital rumbo a los volcanes.
La cita era a las 4 de la tarde. La banda de música comenzó a ejecutar una sinfonía llamada, naturalmente, “El Globo”, de la autoría de don Juan Gambino. Se esperaba un inflado más o menos rápido, y, una vez que estuviera en el aire, el señor Theodore arrojaría brazadas de hermosas flores, en honor a las damas asistentes, a quienes, con galantería europea, dedicaba la ascensión.
En lo que se inflaba el globo, se elevaría un globo pequeño, hecho de seda, que, se suponía, estallaría en fuegos de artificio y cohetes en el momento en que Theodore desplegara la bandera mexicana. A las cinco en punto, Adolphe Thedore, ataviado con elegante traje, levantaría el vuelo, recorrería el círculo de la plaza, se detendría en el palco del presidente y se elevaría entre gritos música y vítores.
Eso era lo que se esperaba, y, si ocurría así, habrían valido bien los 2 pesos por asiento en grada, o el peso en tendidos, o los ¡treinta y dos pesos! que costaba un palco entero para 12 personas. Por lo que se sabe, la inversión había sido cuantiosa, y el señor Theodore estaba profundamente agradecido al que hoy llamaríamos “productor” del asunto: el general don Manuel Barrera, que por cierto, anunció que ni él ni el aeronauta se hacían responsables por fraudes o timos de los revendedores.
Y a pesar de todo, la plaza estaba a reventar. Hubo quienes se mandaron a hacer ropa para lucir por todo lo alto en la ocasión. Una modista famosa en la ciudad, Madame Adela, tuvo que ampliar su taller y contratar más personal, a causa de la demanda, un tanto histérica, de trapos nuevos para presumir el día de la ascensión.
Todas las azoteas cercanas a la plaza de toros de San Pablo estaban llenas, con blancas mantas como generosos toldos, aguardando el gran momento en que se viera al Mexicano en el aire.
La plaza se había abierto desde las once de la mañana, y la gente, por hacerse el día entretenido, estaba ahí desde temprano, por lo tanto, sin comer a mediodía. La inquietud empezó a cundir cuando dieron las cuatro y media y ni por asomo el enorme globo se veía medianamente inflado.
Los “vendedores de contrabando” empezaron a sacar sus mercancías: naranjas y cucuruchos de almendras; empezó el abuso. Una naranja se vendió en un peso, lo mismo que había costado la entrada en tendido.
Y el globo del señor Theodore no voló.
Simplemente, no fue posible inflarlo, por más esfuerzos que hizo el caballero y su personal de apoyo.
La gente se enfureció. Empezaron las rechiflas, los gritos y los insultos. El general Barrera quería morirse, y el señor Theodore no hallaba dónde ocultarse, pues la lluvia de cáscaras de naranja era brutal. El Mexicano, hecho una tristeza, quedó cubierto de desperdicios y su derrotado conductor hubo de retirarse “bien silbado”. Para contentar a la clientela, se intentó otra ascensión en 22 de mayo, que también fracasó. De más está decir que Theodore y el general Barrera acabaron peleadísimos -aunque el militar lo ayudó a salir de la cárcel donde lo metieron por estafador.
El señor Theodore se fue con su globo, y de él no se supo más. Barrera siguió dando explicaciones de su pleito con el aeronauta un par de años más, y los mexicanos tuvieron que aguardar a que llegaran nuevos personajes, con las mismas ganas de elevarse por los cielos.
Fuente: Crónica.
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