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Tuve el repentino deseo de ofrecerle un “aventón” por lo menos hasta la avenida en que hay transporte público. Desistí, como otras tantas veces, casi en el mismo instante en que lo pensé. Razones o “pretextos” se agolpan en mi mente, para circunstancias como esa, todo el tiempo. Puede malinterpretarse, me dije; puede desconfiar de mí; yo no la conozco y tampoco puedo confiar en ella; ahora con la pandemia es arriesgado y un sinfín más de posibilidades, todas malas.
Nuestra sociedad está tan abatida por la desconfianza, el “yoyismo”, la indolencia, la indiferencia, la falta de empatía y el delito, que conceptos como solidaridad, asistencia, buena voluntad, ayuda, parecen ser sólo memorias de lo que alguna vez fue o quizás, de lo que sólo soñamos.
Ahora que llevamos ya dos meses de aislamiento social, al haber menos gente en las calles, estando todos en casa, sin transitar con la celeridad y desesperación cotidianas, ahora que tuvimos oportunidad de abandonar la terrible práctica de poner nuestra atención en todo, menos en lo que de verdad importa, asumimos que la tasa de delitos disminuiría y no fue así.
En algunos casos, delitos tan dolorosos como el feminicidio se intensificaron en el mes de abril, otros quizás menos visibles como el de violencia familiar, repuntaron sensiblemente al encontrar en el confinamiento un caldo de cultivo más que propicio. Me pregunto ¿qué está mal con nosotros?, ¿qué estamos haciendo mal? ¿podemos corregir el camino? ¿podemos ser mejores?
Hace un par de años, en China, inició un programa piloto de crédito social según el cual se premian o se sancionan determinadas conductas ciudadanas que, presuntamente, el gobierno ha calificado como positivas o tachado como indeseables. Entre las negativas hallamos algunas como fumar, pasarse un alto, la morosidad, comprar bebidas alcohólicas o criticar al gobierno. Positivas como separar la basura, respetar el reglamento de tránsito, pagos puntuales, buen comportamiento en redes sociales, entre otras. De lo que pude indagar, no tuve absoluta certeza de si ese crédito social es totalmente cierto, si se limita sólo a un sistema de pagos, si es generalizado o más bien un programa piloto. En cualquier caso, me interesó porque es una realidad a medias o una posibilidad. Guardada la justa distancia entre una cultura y un sistema jurídico-económico como el oriental, completamente distinto del nuestro.
¿Tendríamos que recurrir acá a algo similar? Me resisto a pensar, como solución a nada, en cualquier cosa que se parezca a un Big Brother. No son más controles ni leyes que a veces enredan el ya enmarañado sistema o que accidental o voluntariamente coartan derechos y/o restringen libertades, lo que necesitamos para evolucionar. Al contrario, esa recurrencia evidencia una contundente erosión social y nuestra incapacidad para deconstruirnos.
Incierto destino el que nos toca si nuestros líderes morales, religiosos o políticos, en quienes confían millones de personas, insisten en reconfigurar las concepciones elementales de Derecho y de Justicia e imponerlas con ese incesante mensaje que conocemos.
En nada ayuda un discurso polarizador, casi sectario, que tilda lo correcto y aniquila lo que entiende como malo. Aquellos que se sientan identificados e incluso alentados por esa postura, pueden creer, equivocadamente, que jugarle al Robin Hood está bien. Quitarle al rico para darle al pobre es un acto de justicia, pensarían algunos.
Las ideas de unidad y de bienestar, no tendrían por qué ser románticas sino realistas. ¿Por qué conformarnos con normalizar la violencia, la pobreza, la enfermedad y el malestar social y no atrevernos a conseguir la prosperidad, la salud y la riqueza en lugar de condenarlas? Así comienza, creo, la genuina regeneración nacional.
Fuente: Crónica.
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