En la conducción del nuevo partido se mezclaron las mejores tradiciones de la izquierda que venía del marxismo y del nacionalismo priista; entre otras, la defensa de los derechos de obreros, campesinos, indígenas, estudiantes, de las mujeres y de las minorías de la diversidad sexual, así como la defensa de los recursos naturales y libertades políticas. Pero también, desafortunadamente, llegaron el autoritarismo y sectarismo; el caudillismo y burocratismo y las prácticas corruptas. Estas últimas fueron las que finalmente prevalecieron y son las que ahora tienen al PRD al borde de la desaparición como proyecto político que aspira verdaderamente al poder para cambiar al país, para sólo quedar como un grupúsculo en la marginalidad. La responsabilidad no se puede únicamente encontrar en las actuales dirigencias formales y grupusculares, ellas son solo el reflejo decadente de las causas de origen.
La elaboración de los documentos básicos fundacionales del PRD fue un gran debate intelectual, donde colaboraron hombres y mujeres muy capacitados, que plasmaron una bonita utopía de lo que se perseguía como fines: un país libre, justo, solidario, democrático e incluyente; fue prácticamente unánime el apoyo a los mismos; quedaron pendientes, quizás, derechos de las minorías sexuales, de las mujeres, de los indígenas; pero que con el paso del tiempo fueron incorporados.
Los problema estuvieron en los medios y mecanismos para lograrlo, porque para los que venían de la cultura presidencialista, lo importante y primordial era ganar la Presidencia de la República ¡YA!; cualquier otro objetivo estaba subordinado a ello. Ante la certidumbre de que la Presidencia de Carlos Salinas fue producto de un fraude electoral operado desde la Secretaría de Gobernación por Manuel Bartlett, la tarea principalísima era lograr la caída del “usurpador”, mediante la movilización popular y ninguna otra actividad era más importante. Aquél que se atreviera a proponer que se utilizara la coyuntura para promover reformas democráticas de gran calado, era inmediatamente calificado de traidor, entreguista, capitulador, y el peor epíteto de la época, “salinista”.
C. Cárdenas con un equipo dentro del partido, operando en la calle de Monterrey 50, otro fuera, operando en sus oficinas particulares de la calle de Andes, se encargó de que los grupos de la izquierda provenientes del maoísmo, trotskismo, leninismo, en fin, de la izquierda radical, junto con las huestes ex priistas, operadas, entre otros, por líderes populares, acallaran y marginaran a cualquier oposición a la línea política de la cual él estaba convencido, y así en el PRD se instauró la frase de que después de cualquier discusión en los órganos centrales, para tomar una decisión importante la pregunta con la que se concluía era “¿vamos a ver que dice el ingeniero?”.
Jamás en el PRD realmente se analizó a fondo la importancia que tiene en la democracia, la relación entre fines y medios; que al encarnarse en la figura del líder carismático la solución a todas las incógnitas, la máxima que se utilizó en la práctica es la que se atribuye a Nicolás Maquiavelo “el fin justifica los medios”.
Decisiones unipersonales del líder, golpes bajos, maniobras sucias, bajezas personales y marginación fueron el pan de cada día en la vida interna del partido; personajes contra personajes, grupos contra grupos, pero el intocable para todos, durante los tres primeros años, fue el Ingeniero Cárdenas. Aquéllos que exigieron discusión y decisiones democráticas poco a poco se fueron excluyendo, entre ellos, el grupo de mayor formación y cultura democrática que provenía del sindicalismo universitario, entre los que se encontraban José Woldenberg y Pablo Pascual Moncayo que al no contar con “bases de apoyo”, ganaban siempre las discusiones pero perdían las votaciones, finalmente terminaron renunciando. Seguramente éste fue el preludio del pragmatismo sobre las ideas.
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Fuente: Crónica.
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