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¿Tiempos oscuros?
Noticia publicada a
las 04:15 am 29/05/16
Por: Javier Aparicio.
Contra el pesimismo de las percepciones, existe un sinnúmero de indicadores que demuestran que nuestro país está mejor ahora que hace veinte o cincuenta años.
“Desaliento de México”, “descomposición moral”, “nocturno por la democracia”, “desilusión democrática”, “elecciones horribles”, “guerra sucia”, “hiper- clientelismo”.
Éstas son tan sólo algunas expresiones empleadas recientemente por diversos autores para describir los oscuros tiempos de la República.
Las fuentes del desasosiego son variadas. Para algunos, el feo ruido de las campañas electorales —con sus millones de spots poco informativos, campañas negativas y negras—basta para espantarlos. Habría que recordar que las elecciones acaso sólo sirven para elegir a la menos mala de las opciones, y que sin campañas negativas, las y los votantes se verían limitados a elegir entre promesas falsas o huecas. Y que si no hubiera campañas o gastos de campaña, los partidos en el gobierno tendrían una clara ventaja sobre sus rivales por tener a su disposición el presupuesto y la visibilidad de sus cargos.
Para otros más, es un asunto casi generacional. Los otrora jóvenes del 68 parecen argumentar que su empuje logró la transición democrática de los 80 y 90, mientras que los jóvenes de ahora parecen dedicar más tiempo a ver videos en redes sociales que a la participación política tangible. Una variante del argumento es que los líderes políticos de los 90, los creadores de la “reforma electoral definitiva” de 1996, eran de una madera distinta a los de hoy. Contra este argumento habría que recordar que, de manera natural, hay un sesgo cognitivo por el cual todo tiempo pasado nos parece que fue mejor: “nosotros, cuándo jóvenes, éramos más virtuosos que la juventud de hoy”.
Contra el pesimismo de las percepciones, existe un sinnúmero de indicadores que demuestran que nuestro país está mejor ahora que hace veinte o cincuenta años: ingreso per cápita, escolaridad, expectativa de vida. Por desgracia, también existen indicadores según los cuales sí estamos peor que hace veinte años —homicidios y violencia criminal organizada, por ejemplo— y otros en los que estamos igual de mal que antes, como la desigualdad en la distribución del ingreso.
Para otros, el desaliento proviene de mecanismos que no producen los resultados esperados. En los últimos veinte años, hemos presenciado cada vez más alternancia local o federal, más gobiernos divididos o yuxtapuestos, un mayor pluralismo partidista, cada vez más opciones en las boletas electorales, etcétera… y sin embargo, la calidad de los gobiernos no parece mejorar: la corrupción, la impunidad, el clientelismo y la violencia persisten o aumentan. Las y los votantes hacen lo suyo: cada vez más deciden el sentido de su voto según el desempeño de sus gobernantes, pero sus gobernantes insisten en hacer lo mismo de siempre o disimular cada vez mejor.
Es posible que en los años recientes las y los políticos hayan aprendido a simular un juego democrático para preservar el statu quo. Para saberlo habría que analizar con detalle, más allá de anécdotas sombrías, las políticas públicas de cada caso y sus consecuencias. Por mi parte, me confieso menos optimista que diez años atrás, pero optimista de largo plazo aún. Quizá no tanto porque sea una creencia racional o fundada en evidencia sólida, sino porque la consolidación de nuestra joven e incipiente democracia —y la construcción de un Estado de derecho que nunca hemos tenido— mediante mecanismos de control y procedimientos democráticos es una de las pocas cartas que nos quedan para seguir jugando en medio de tanto desaliento. Como diría Adam Przeworski, “para fortalecer una democracia hay que fortalecer a la democracia, no el autoritarismo.”