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Tapar el pozo
Noticia publicada a
las 02:53 am 31/08/15
Por: Gabriel Zaid.
Según la burla popular, "Después del niño ahogado, tapan el pozo". Como si fuera inútil, aunque no lo es, porque hay otros niños y la tragedia puede repetirse.
Las fugas de las cárceles mexicanas se repiten. El 11 de agosto de 2008, la Secretaría de Seguridad Pública declaró que había dos por semana. El 16 de mayo de 2009,
se fugaron 53 reos del penal de Cieneguillas, en una caravana de "patrullas" que se dio el lujo de cruzar frente a la Policía Federal por las calles de Zacatecas. El 19 de febrero de 2012, se fugaron 30 Zetas después de asesinar a 44 reos de un cártel rival, hazaña que llegó hasta la Wikipedia (Apodaca prison riot). El 11 de julio de 2015, el Chapo Guzmán (que también tiene su página en la Wikipedia) se fugó en moto por un túnel de 1,500 metros.
¿De qué sirve el combate al crimen si, después de que se captura a un delincuente, se fuga y hay que perseguirlo de nuevo? El primer objetivo del combate no deben ser los delincuentes, sino las autoridades penitenciarias.
Según las Estadísticas del sistema penitenciario nacional (enero 2013, www.ssp.gob.mx), hay 420 cárceles en el país (15 del gobierno federal), con 243 mil internos (aunque el cupo es de 195 mil), de los cuales
100 mil no han sido sentenciados y están detenidos para lo que se ofrezca mientras decide el juez.
Los penales de alta seguridad son la mismísima inseguridad. Hay tráfico de drogas y de armas, asesinatos, motines, golpizas, extorsiones, violaciones y despojos. Un Secretario de Gobernación declaró que "las cárceles son un factor criminógeno que multiplica la violencia", "un microcosmos donde la violencia se recrudece de manera gravísima y donde la vida es un infierno" (Reforma, 23 de abril 2010). Pero no acabó con eso.
Si el Estado no puede garantizar la seguridad y el cumplimiento de la ley en esa millonésima parte del territorio nacional, ¿cómo puede garantizar el Estado de derecho en todo el país? Los delincuentes pegan y corren a esconderse. No es tan fácil localizarlos en dos millones de kilómetros cuadrados. En cambio, dentro de las cárceles, están localizados, rodeados de muros y bajo la vigilancia de autoridades armadas. Están fichados, inermes y divididos. Que sigan delinquiendo o que se fuguen tiene una sola explicación: las autoridades.
Acabar con el crimen dentro del sistema penitenciario tendría efectos multiplicadores en todo el país. Cientos de miles padecen los delitos cometidos dentro de las cárceles y una multitud padece las llamadas de extorsión desde las cárceles.
No hay que olvidar a decenas de miles de inocentes que están ahí por error o mala fe, porque no saben español, porque no pueden pagar la fianza o porque el defensor de oficio no sirve para nada. Que salgan libres es justo, haría menos infernales las cárceles sobrepobladas, ahorraría gasto público y restaría pupilos a la escuela del crimen.
Dado que el saneamiento de las cárceles, inevitablemente, debe estar a cargo de las autoridades; y que los ciudadanos (con razón) no querrán meterse en ese infierno; lo práctico es que la intervención ciudadana se ejerza contratando expertos internacionales que presenten un informe semestral sobre la situación de cada cárcel para exigir el despido (cuando menos) de las autoridades ineptas o corruptas.
Es menos arriesgado que los ciudadanos intervengan en el paso previo a la cárcel. Hay una zona problemática entre las procuradurías de justicia y los tribunales. Puede haber deficiencias (intencionales o no) sobre cómo presenta sus pruebas el ministerio público y cómo las juzga el juez. Un delincuente puede comprar a la policía, al juez o a ambos.
Hay cierta circularidad en el hecho de que el poder judicial juzgue si una sentencia estuvo bien y la policía investigue si hubo o no corrupción. Un observatorio ciudadano del proceso judicial que revise técnicamente las sentencias significativas permitiría localizar cuáles jueces y agentes del ministerio público están mal.
Las denuncias individuales ante las autoridades son arriesgadas, y no se ha visto que funcione la depuración desde adentro. Un órgano externo, capaz de recibir anónimos, evaluarlos, verificarlos, canalizarlos y enfrentarse al chantaje sería más eficaz.
Tener un pleno Estado de derecho en las cárceles sería un logro por sí mismo, un disuasivo para los delincuentes que andan sueltos y una posición fuerte como base para extender el combate al crimen.