A esos temores contribuyó también un consenso de los académicos en materia económica, el marginalismo, que asumía: “Para distribuir había que crecer primero”. La realidad es que nuestras resistencias para atacar las causas de la desigualdad nos han llevado a crecer, e, incluso, a crecer en contextos muy difíciles y nada de ese crecimiento se ha redistribuido.
Ejemplos de nuestra confianza en la tesis de marginalismo abundan. Don Antonio Ortiz Mena, secretario de Hacienda de Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz, fundó todo su trabajo en México y luego en el Banco Interamericano de Desarrollo en las premisas del marginalismo, que asumía que en la medida que hubiera excedentes de recursos, esos márgenes, de ahí el nombre, se reinvertirían en actividades productivas y el conjunto de la economía crecería.
Otro ejemplo de esa tesis fue la buena fe con la que Vicente Fox postergó el cobro de miles de millones de pesos en impuestos, con la llamada “consolidación fiscal”. El compromiso de las grandes empresas, las que están en las listas de Forbes, era que —a cambio de que el Estado postergara a un futuro incierto el cobro de los impuestos— crearían más puestos de trabajo. La realidad es que no crearon más empleos. En el mejor de los casos mantuvieron los que existían. Los salarios de los trabajadores tampoco mejoraron. Sí mejoraron, en cambio, los de los altos cargos de esas empresas que, en general, han vivido una época de jauja montadas sobre la pobreza que toca a casi la mitad de la población.
En estos días, la organización global de la sociedad civil Oxfam, que tuvo sus orígenes en los salones y corredores de la Universidad de Oxford, en el Reino Unido, como el Comité de Oxford para Reducir la Hambruna en 1942, publicó un estudio dedicado al caso mexicano que, además de criticar las premisas del marginalismo, como se ha hecho en muchas otras partes del mundo, deja ver que en México los males del marginalismo se agravan por la brutal concentración tanto del poder económico, como del poder político en un grupo muy reducido de familias que han tenido ganancias espectaculares en varias ramas de la actividad económica, sin que esos márgenes de ganancia que han logrado, se hayan traducido en nuevos o mejores empleos.
Ya desde enero del año pasado Oxfam había publicado un estudio de alcance global sobre el tema que usaba a México como uno de los ejemplos más claros, más acabados de los males que genera la concentración del ingreso y del poder político. El estudio de 2014, titulado Gobernar para las élites (disponible enhttp://bit.ly/1aNaxVE) hacía ver que uno por ciento de la población mundial concentra 65 veces el ingreso del 50 por ciento de la población más pobre.
El estudio publicado en México este año (disponible enhttp://cambialasreglas.org/), refuta la tesis del marginalismo porque demuestra que la riqueza de cuatro grandes grupos empresariales mexicanos no ha dejado de crecer, salvo por un breve periodo en 2009, y —a pesar de ello— ni la economía crece lo suficiente ni mejora el salario ni se reducen, más bien crecen, las desigualdades y, con ellas, el atractivo de recurrir al crimen y la violencia para escapar de la pobreza.
No es que no lo hayamos intentado. Salvo el breve interludio populista de José López Portillo, todos los gobiernos mexicanos, del PRI o del PAN, han sido muy disciplinados, han hecho todo lo posible por congraciarse con los grandes grupos empresariales y por respetar los dogmas del marginalismo. A pesar de esa disciplina, las bases de la economía siguen endebles. Tanto el salario mínimo como el promedio siguen siendo bajos. 60 por ciento de la población económicamente activa continúa en el sector informal y hemos entrado a una fase en la que, en nombre del desarrollo, se despoja a millones de personas de recursos naturales valiosos, tanto por expropiaciones injustas como por abusos cometidos por empresas como las mineras en varios poblados de Sonora y Coahuila.
Decía Albert Einstein que la mejor definición de locura es hacer una y otra vez lo mismo y esperar obtener resultados distintos. La experiencia de varios países de América, como Canadá o Uruguay, y de Europa, casi todos los nórdicos, deja ver con toda claridad que es posible redistribuir sin caer en los excesos del socialismo de los setenta. La pregunta es si estamos dispuestos en México a realizar cambios estructurales y mejorar o si, casi 60 años después de la proclama de don Antonio Ortiz Mena, seguiremos esperando que ahora sí funcione la receta marginalista.
Fuente: Excélsior.
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