Pero exactamente cómo lo hace, con qué tipo de relación técnica, política y cultural con las ciencias sociales, y con qué fines “de Estado” (cambiar la sociedad para liberarla, dominación burocrática, apoyo a la acumulación, “inteligencia” política, reproducción de la maquinaria estatal) es algo profundamente debatible. Y más aún si se exploran las estructuras de poder y dominación comparativamente pequeñas (por contraste con las políticas o las económicas) del mundo académico.
Las visiones que han guiado la producción de conocimiento académico para influir en la acción del Estado —o para servirle— han sido motivo de apertura y cierre de instituciones y asociaciones, de deportación o exilio, de modificación de subsidios, y explican los poderes unitarios-autoritarios o plurales que dominan en mayor o menor medida sobre distintas ciencias sociales en distintos puntos del tiempo. Como lo afirma Aguilar en este volumen, dichas visiones y dicha relación alteran también la producción de conocimiento social.
Se corre un escaso o nulo riesgo de exagerar al decir que hay en México diferencias importantes en las ciencias sociales entre las distintas comprensiones de la relación entre conocimiento social (político, cultural) y Estado, encarnado en la discusión entre ciencias sociales y políticas públicas. A partir de la reconstrucción iniciada en 1920 y hasta los años setenta, en México se planea, establece y dirige un modelo de política pública en estrecha consonancia con un modelo de conocimiento social. Pero ese periodo ya no existe, y la relación actual es bastante más compleja.
Al terminar el conflicto armado revolucionario, un pequeño conjunto de jóvenes intelectuales, profesionales de leyes, antropología, medicina y sociología colaboran entre sí y con la Secretaría de Instrucción (después Educación) Pública para refundar la Universidad Nacional, reunir en ella diversas escuelas existentes, y crear en su seno un instituto que produjera, reuniera y sintetizara el conocimiento de los problemas nacionales.
A diferencia de los grupos profesionales en ciencias sociales de las escuelas evolucionista y positivista de fines del siglo XIX, esta nueva elite, y en especial Daniel Cosío Villegas, Manuel Gamio, José Vasconcelos, Lucio Mendieta y Núñez y Alfonso Caso, plantearon que el conocimiento social tenía la misión de definir, observar, ponderar y explicar, problemas que debían ser tomados por el Estado para recibir atención prioritaria y ser superados. El diagnóstico o el gran lienzo de la diversidad nacional (étnica, racial, social o económica) por sí mismo no tenía sentido. Solo con el acto de juzgar el diagnóstico desde el punto de vista del cambio necesario, éste adquiría importancia nacional, y solamente así se podía justificar el esfuerzo fiscal y humano, en un país apenas convaleciente, de fundar y fortalecer instituciones relativamente privilegiadas (Roberts, González de la Rocha y Escobar, 2013).
El Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional fue creado en 1930. El periodo 1930–39 fue de penuria económica y su contribución institucional al
desarrollo de México ha sido prácticamente olvidada. Pero a partir de 1938-39 esta institución, junto con otras facultades de la UNAM (en particular derecho y economía), el Instituto Nacional de Antropología e Historia, la Casa de España en México y un manojo de otras instituciones capitaneadas por una elite académico–política aún más restringida, persistente y autoritaria, definió los principales problemas nacionales e influyó decisivamente en la creación o reestructuración de instituciones estatales, para superarlos y lograr el desarrollo del país.
En suma, desde fines de los años veinte del siglo pasado hasta algún momento de los años sesenta, la relación entre ciencias sociales y política pública fue explícitamente orientada por esta elite que gobernó, tanto las secretarías como los institutos, y que en ambos tipos de institución dirigió el sentido del conocimiento. En ese periodo las ciencias sociales no informaron al Estado para que el Estado decidiera: lo educaron, lo orientaron, y se hicieron cargo de los programas e institutos que debían desarrollar al país. No era aceptable cuestionar el contenido valorativo del conocimiento, aunque sí lo era el valor específico de un problema o de una política. Sin embargo, el debate era aceptable solo en círculos relativamente estrechos. La incipiente política partidaria de los años treinta y cuarenta contaba con pocas herramientas, adeptos y permisos para intervenir en la discusión de los asuntos públicos y para hacer públicas sus visiones alternativas de nación. Las escuelas universitarias formaban profesionales con una función social específica. Los medios impresos y la radio podían ser ambientes de debate y reflexión, pero no era rara la censura.
Aunque este bosquejo simplifica la situación, hay consenso sobre el propósito que daba sentido, extensión y forma al conocimiento social en esa época, el cual concluye por una conjunción de fenómenos. La expansión del mundo universitario hizo posible que la reflexión social desbordara los límites de “los problemas nacionales” definidos por un grupo restringido de intelectuales revolucionarios. La proliferación de instituciones de educación superior en las principales ciudades del país y las debidas a la iniciativa de grupos empresariales y religiosos, condujeron a una pluralidad de visiones sobre la sociedad, la economía, la vida política y sus respectivas carencias.
Las disciplinas evolucionaron como visiones de mundo sustancial o parcialmente incompatibles, a veces por razones nada académicas. Y finalmente, la crítica del poder surgida desde la izquierda universitaria mostró que el Estado, que se definía como pro-socialista y de izquierda, era mucho más Estado que izquierda. Defendía su poder por sobre todas las razones, cosas y personas.
Si bien estas tensiones irrumpieron en la conciencia nacional en 1968, marcaron la siguiente década con negociaciones, enfrentamientos y escarceos. Sin embargo, los mecanismos de financiamiento y de gobierno de las universidades y de la actividad científica, se estaban abriendo y democratizando. El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) creó mecanismos de financiamiento para la investigación sobre la base del mérito exclusivamente científico de las propuestas y con una creciente influencia de los grupos de pares en las decisiones. El criterio de la administración pública como determinante de la actividad científica se debilitó.
El inicio de los años ochenta coincidió con la mayor crisis económica y fiscal en el país. Aunque hubo una disminución sustancial de los fondos para las universidades y del valor real de los salarios, el Estado mantuvo su compromiso con el desarrollo de la educación superior y de la ciencia. El Sistema Nacional de Investigadores compensó una parte del salario perdido, pero en condiciones de evaluación de pares y de estímulo a la productividad, que si bien otorgan fuerza a los cuerpos académicos, no han dejado de ser cuestionadas.
El texto es un extracto del volumen 5 de la colección Hacia dónde va la Ciencia en México. Edición del Conacyt, la Academia Mexicana de Ciencias y el Consejo Consultivo de Ciencias.
El autor es director del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS).
difusion@ccc.gob.mx
Fuente: Crónica.
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