“Yo no estudio al general Díaz como hombre, ni como cristiano, ni como caballero, ni como Presidente Constitucional, sino como Dictador, es decir, como a un individuo que puede servir inmensamente a su país, si está dotado de las cualidades y vicios que requiere la forma del gobierno dictatorial”, escribió Bulnes en su alegato de casi 500 páginas, publicado en 1920 con el título El verdadero Díaz y la Revolución. “El general Díaz ante la moral, la religión, la ciencia, el patriotismo y la historia, sólo puede ser culpable de haber sido mal dictador, y es la cuestión que voy a resolver”.
Todo el libro se estructura a partir de una premisa: “El general Díaz no puede ser culpable de haber desempeñado en México, un cargo que exigía fisiológicamente el organismo nacional”. En otras palabras, Bulnes considera algo que ya sabíamos pero nos ha costado reconocer, que las seis décadas de atribulada vida independiente de nuestro país, previas a su arribo al poder, amenazaban con llevar al país a la ruina y aun a la extinción, en medio de asonadas militares, guerras civiles, desgarramientos regionales, parálisis económica e intervenciones extranjeras.
Si no Díaz, otro caudillo habría tenido que ocuparse a la tarea de pacificar y unificar al país con mano dura e implacable. Le tocó a él, lo hizo bien en muchos aspectos, argumenta Bulnes, incluso en aquellos que demandaban altas cuotas de autoritarismo y violencia –y es aquí donde el texto nos resulta más indigesto e incómodo-, pero hubo en su régimen una impericia mayor: no acompañar al progreso económico de justicia social. La pobreza, que no la tiranía política, lo derrumbó, de acuerdo con Bulnes.
Bulnes no cuestiona entonces el apego de Díaz al poder “un apego –dice- de ostión al agua salada”, como tampoco cuestiona y, al contrario, elogia las maneras con las que sometió a los caciques y a los poderes regionales, repartió concesiones a la aristocracia local o extranjera para ganarse su favor o fortaleció y aun inventó una clase media burocrática y nacional que era sustento y base de su legitimidad. Cuestiona en cambio que le faltó dar el paso siguiente, traducir su férreo modelo de control político y progreso económico en bienestar popular, pues ocurre que en el umbral del siglo XX los pobres estaban aún peor de como lo estaban al final de la era juarista.
Bulnes reitera en su libro un dogma de la época, México no estaba preparado para la democracia. “Deturpar y condenar a general Díaz por no haber ejecutado lo imposible: ser Presidente Democrático en país de esclavos, sobrepasa a lo permitido en estupidez. (…) Ningún gobierno de México ha gobernado democráticamente, por lo sencilla razón de que el pueblo mexicano no es demócrata, pues la democracia es todo acción popular y no de caudillo, prócer, apóstol, militar brutal o licenciado trapacero. Un pueblo que necesita permiso del Presidente de la República para ejercer su soberanía, es menos soberano que un carnero ante un coyote”.
Nada tan alejado del imaginario ultra conservador de Bulnes como un pueblo en el ejercicio del poder, “en México, después de la independencia, los fuertes han sido los caciques, los generales, los licenciados”. Y para él la democracia era poco menos que una ficción, acaso un pragmático pacto de repartición del poder entre los dominantes: “Una democracia moderna de carne y hueso, es un equilibrio entre diversos amos bastante hábiles para no dejarse amarrar por el más águila”.
Para Bulnes, Porfirio Díaz representó el ejercicio del poder sin titubeos ni ataduras: “Los caciques quedaron destronados, sus dinastías disueltas, su arrogancia doblegada, sus mañas suprimidas. El poder federal fue el único poder en todo el país. (…) Por primera vez desde el gobierno colonial se supo lo que era obedecer, lo que era gobierno, lo que era orden, lo que era patria mexicana. (…) Digan lo que quieran los enemigos del porfirismo, la dictadura fue aclamada por todas las clases sociales como un inmenso bien, por la paz que trajo al país”.
La historiografía crítica mexicana ha contribuido en los últimos años a repensar el papel de Díaz en la historia del país; a la historia que se enseña en las escuelas se le han introducido algunos matices frente al discurso oficial y maniqueo que dominó por casi un siglo. El general, con todo, permanece en su exilio simbólico de Montparnasse, mientras que Bulnes se presenta como un autor inexplicable para nuestro tiempo, provocador e irritante, y no por ello menos necesario de releer.
Director de Arte y cultura de la British Council
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Fuente: Crónica.
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