Por el contrario, un alto porcentaje de la población de las naciones avanzadas, y uno significativo en países como México, termina sus días en hospitales o clínicas tras largas semanas o meses de agonía, o en "casas de retiro" para ancianos, sometidos no sólo a los peores dolores sino a la indignidad de una vida inútil o a cargo de los otros.
Como escribe Atul Gawande en Being Mortal: Medicine and What Matters in the End (2015): "Para la mayor parte de la gente, la muerte sobreviene sólo después de una larga lucha médica contra una condición a fin de cuentas insalvable -cáncer avanzado, demencia, enfermedad de Parkinson, una falla progresiva de los órganos (por lo general el corazón, seguido en frecuencia por los pulmones, los riñones y el hígado)-, o bien la debilidad acumulada por la vejez. En estos casos, la muerte es segura, pero el tiempo no lo es. De modo que cada uno lucha contra esta incertidumbre, con el cómo, y cuándo, aceptar que la batalla está perdida".
La muerte de mi padre hace casi ocho meses, tras años de dolor y paulatina pérdida del sentido de la vida, no ha hecho sino afianzarme en una convicción muy antigua: entre los derechos humanos consignados en las legislaciones globales y locales tendría que incluirse por fuerza el derecho a la propia muerte. A decidir cómo y cuándo morir, si el azar no indica otra cosa. El derecho al suicidio, sí, pero en especial el derecho a la muerte asistida, a la eutanasia.
Por desgracia, en pleno siglo XXI seguimos a la sombra de una oscura moralidad judeocristiana según la cual la vida es sagrada y hay que conservarla, como un regalo de Dios, hasta las últimas consecuencias, es decir, hasta que Éste decida, en un postrer acto de gracia, arrancarnos de nuestros sufrimientos.
Durante largo tiempo la Iglesia consideró el suicidio como el peor de los pecados, al grado de negar la sepultura a quien se atreviera a cometerlo, y la muerte asistida y la eutanasia continúan teniendo algunos de sus mayores detractores entre los religiosos.
La eutanasia activa -es decir, la muerte provocada por el médico en casos extremos- sólo es legal en Bélgica, Holanda, Luxemburgo y, en algunos casos, en Colombia; la eutanasia pasiva -que sólo elimina los tratamientos para prolongar artificialmente la vida- se ha extendido a más lugares y, en nuestro país, ya se admite en el Distrito Federal, Aguascalientes y Michoacán; por último, la muerte asistida o suicidio médicamente asistido (PAS, por sus siglas en inglés) se encuentra regulado en Suiza, Alemania, Albania, Japón y en Oregon, Montana, Washington, Nuevo México y Vermont en Estados Unidos.
No encuentro una sola razón por la cual impedir que los adultos puedan determinar las condiciones en que sus vidas se les tornan invivibles: ¿qué caso tiene prolongar la agonía de un ser querido, o negarle la sustancia que podría acortar su sufrimiento o, cuando éste ya no es capaz de decidirlo por sí mismo, determinar que un médico haga lo necesario para acabar con su días?
Particularmente iluminadora me resultó la reseña de Marcia Angell al libro de Gawande publicada en The New York Review of Books. En ella, ésta cuenta que su marido, Arnold Relman, médico como ella, siempre estuvo a favor de la muerte asistida. Pero cuando enfermó de un severo melanoma que disminuyó enormemente sus facultades mentales, se vio imposibilitado para solicitarla, por lo que debió morir en medio de grandes dolores. Tras esta experiencia, la doctora Angell se confiesa ahora no sólo como una decidida abogada de la muerte asistida, sino de la eutanasia, convencida de que esa hubiese sido lo decisión de su marido.
En muchos sentidos continuamos bajo los parámetros morales de la Edad Media. Pero la vida no es un don divino, sino lo único y más valioso que tenemos. Un mínimo reconocimiento a nuestra razón, a nuestra capacidad de conferirle sentido a nuestros días (y a dejar de hallárselo), así como a nuestra dignidad humana, tendría que pasar porque se reconozca legalmente nuestro derecho a buscar ese bel morir decidido por nosotros o, en caso extremo, a que un médico compasivo nos arranque del dolor.
Fuente: Reforma.
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