cumplir hasta donde se pueda los compromisos entablados entre ellos; arañarse sin herirse en la competencia electoral; tragar sin gestos los sapos que a cada uno corresponda, y cerrar filas ante el adversario, sea persona u organización, que pueda colocarlos en un predicamento. Y, desde luego, privilegiar a la clientela por encima de la ciudadanía.
Con disfraz de duro combate, el objeto de ese tongo es conservar para sí el control y el dominio de la política, a título de patrimonio exclusivo.
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El brutal fracaso de pretender sacar adelante, a troche y moche, la muy mal hecha reforma política del Distrito Federal evidencia el paso del pacto a la componenda.
Desde su origen y planteamiento -a diferencia de las reformas de 1997 y 2000 que posibilitaron elegir jefe de Gobierno y delegados-, resultaba obvio que esta reforma no atiende un reclamo ciudadano sino una necesidad de los partidos: contar con un subsidio político en la capital de la República. La élite política gana con ella, no la ciudadanía. El jefe de Gobierno (no el actual) ampliaría sus facultades, las supuestas oposiciones ganarían juego y posiciones en la Ciudad de México y la ciudadanía sufragaría el costo del acuerdo cupular que ni siquiera ha sido calculado.
Los operadores de la reforma cometieron un triple error dictado por la de- sesperación: uno, pretender sacarla en medio de la competencia electoral que pone mucho en juego -incluida la sucesión presidencial-; dos, desconsiderar que si bien el Senado aseguraba la aprobación en tanto que sus miembros mantienen su status, en la Cámara de Diputados sus integrantes se van sin tener claro su inmediato porvenir; y, tres, ignorar que aprobar una estructura temporal (la Asamblea Constituyente) y una definitiva (el nuevo, pesado y complicado gobierno de la Ciudad de México) sin estimar su impacto presupuestal era y es un contrasentido, un lujo en medio de la pobreza.
Dos claves para entender el destino final de esa reforma son: ¿qué ofreció el gobierno capitalino a cambio de la aprobación: mantener el mapa político de la capital en sus términos, cuando menos hasta al 2018? ¿Qué se pondrá en la mesa de la negociación con los diputados para que, en un eventual periodo extraordinario, la aprueben antes de concluir la actual Legislatura?
Valen las interrogantes por una razón: las tres fuerzas participan en una y otra Cámara, ¿qué fue, entonces, lo que rompió el arreglo?
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En el campo electoral, asombra la renuncia del panismo y perredismo a su rol opositor.
La dirigencia panista concentra su atención en los relojes de César Camacho, pero no en las polémicas casas del jefe del Ejecutivo y su brazo derecho. El perredismo critica lo ocurrido con el priismo del pasado, pero no con el actual. Uno confunde la bisutería con la joyería; el otro, el pasado remoto con el presente activo. Y ninguna de las tres fuerzas ve ni la viga ni la paja de la corrupción en el otro porque participan de conjunto en ella.
¿Cuál es, entonces, la diferencia entre ellos?
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Otro hecho curioso. El panismo y el perredismo lanzan uno que otro gemido por los abusos del aliado tricolor, el Verde, pero en el fondo no se quejan. Simulan hacerlo, pero no se quejan. No se unen para lanzar un hasta aquí y reivindicar, en serio, el proceso electoral. No lo hacen porque, en la medida de su posibilidad, practican lo mismo: canjean votos, reparten despensas, así como dispensan y reciben favores. Están en la componenda.
A su vez, la mayoría de los consejeros electorales amparan su tibia actuación ante el Verde en un recurso, hecho máxima suprema: sólo su majestad el electorado debe retirar o no el registro de un partido, no ellos. Así, eluden echar mano de la facultad legal que tienen -cuentan con ella- para hacer suyo el compromiso de descalificar a quien viola una y otra vez la ley electoral.
No sufren de daltonismo las dirigencias del panismo y el perredismo como tampoco la mayor parte de los consejeros: meterse con el Verde es meterse con el tricolor y qué necesidad de meterse en problemas.
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Y, luego, está la otra componenda. Ninguno de los concursantes advierte ni denuncia cuanto ocurre en Guerrero y renuncia al concurso. Si acaso, descuentan los votos de los muertos que, necios, no dejan de aparecer y ni chistan si la rebeldía magisterial incendia sus oficinas y aspiraciones.
Así, si el crimen bloquea la campaña de uno de ellos, mala suerte la del afectado y nada más. Todos, absolutamente todos: gobierno federal y estatal, partidos políticos y autoridades electorales miran hacia adelante sin distraerse con la catástrofe presente. Ya después de la elección se verá qué hacer.
Ese afán de tapar la violencia con la boleta igual ocurre en infinidad de municipios mexiquenses o en distintos puntos de Tamaulipas, Jalisco o Michoacán, pero los concursantes están en lo suyo y lo suyo no es exigir condiciones democráticas de competencia electoral, sino hacer lo que se pueda para ganar el mayor número de votos.
Si hoy les parecen aceptables las condiciones electorales, mañana no pueden venir con el cuento de la violencia criminal o social que vulneró sus posibilidades.
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En ese extraño esquema donde la oposición no ofrece resistencia y el partido en el poder no la confronta y en donde las baterías se enfilan contra el adversario que no da muestras de "entendimiento" o contra las personalidades, propias o ajenas, que se rebelan ante su presunto destino manifiesto, se explica por qué tropieza la política y derrapa la elección. Ya no hay pacto, pero sí componenda.
sobreaviso12@gmail.com
Fuente: Reforma.
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